Cuando san Juan Pablo II instituyó el segundo Domingo de la Divina Misericordia en el año 2000, lo hizo con plena conciencia de lo que hacía. La fiesta de Pascua y la de la Divina Misericordia forman un todo en el que no hay contradicción: celebrar el triunfo pascual de Cristo es celebrar que Dios es misericordioso.
Nos alegramos con la Virgen María, porque su amado Hijo está vivo y no volverá a morir jamás.
La devoción a la Divina Misericordia fue promovida por Santa Faustina Kowalski, a pedido del mismo Cristo.